El silencio y gustar los espacios de soledad son las puertas para entrar en las profundidades de Dios y descubrir su misterio de amor. Aunque creas que nada sucede, aunque no sientas nada, todo se va armonizando en la interioridad. El ajetreo de la vida nos hace perder el valor del silencio, pero podremos afirmar, que sin silencio no hay profundidad. El silencio nos lleva a la profundidad, a la contemplación y al misterio.
Necesitamos espacios de desierto donde experimentemos el silencio interior. El silencio nos enseña, nos ilumina, nos orienta. El silencio es el único camino hacia la vida interior, hacia el centro de nuestro ser. El silencio nos hace recuperar la imagen y semejanza de Dios. El silencio nos devuelve nuestra divinidad, es decir, nos hace conscientes de la presencia de Dios en nosotros.
Pero para hacer silencio lo primero es la pobreza, hacerse pobre: «La oración del pobre va de su boca a los oídos de Dios» (Si 21,5). Dios escucha al pobre si callamos y ponemos la mirada en su corazón. Y Dios, que ve lo profundo de nuestro corazón, nos escuchará. La pobreza y la humildad son requisitos imprescindibles para escuchar a Dios. Dios también hace silencio para escucharnos, al mismo tiempo que pone a prueba nuestro amor.
Si algo te preocupa, díselo al Señor y luego permanece en silencio, él siempre te escucha pero no te responde cuando tú quieres sino cuando él lo ve conveniente. La oración debe comenzar dejándolo todo en el Señor, él ya sabe lo que tú necesitas antes de que se lo digas, pero si lo necesitas, díselo, después quédate en silencio. Nuestro silencio es a veces una larga espera, espera contemplativa que es maduración, crecimiento, por eso no te impacientes, espera en el silencio, Dios sabe cuándo tiene que revelarse.