Cristo ha devuelto a ésta su estado primigenio a la humanidad, apareciendo así como el Nuevo Adán, y además la ha llevado a la perfección a la cual estaba destinada:
La perfecta semejanza con Dios, la participación con la naturaleza divina (2 Pe 1,4). Ha dado también a cada persona humana, que estuviera unida a Él por el Espíritu, —en la Iglesia, que es su Cuerpo— llegar a ser dios por la gracia.
En la Economía de la Santa Trinidad, que tiene en vista la deificación del hombre y en él la unión con Dios de todos los seres de la Creación, la obra propiamente redentora de Cristo, que consiste particularmente en su Pasión, su Muerte y su Resurrección, constituye un momento esencial, el de nuestra salud: por ella el Dios–hombre ha liberado la naturaleza humana de la tiranía del diablo y los demonios, ha destruido el poder del pecado, y ha vencido la muerte, aboliendo así todas las barreras que, a partir del pecado original, separaban al hombre de Dios y le impedían la unión plena con Él.
La comprensión de la Redención en términos de rescate tiene, ciertamente, su base en la Sagrada Escritura y de manera particular en las Epístolas de San Pablo.
En general encontramos en los Padres y en la Escritura muchas imágenes para expresar el misterio de nuestra salud realizado por Cristo. Así, en el Evangelio, el buen Pastor es una imagen “bucólica” de la obra de Cristo; el hombre fuerte, vencido por otro más fuerte que le quita sus armas y destruye su dominio, es una imagen guerrera que aparece frecuentemente en los Padres y en la Liturgia: el Cristo victorioso sobre Satán, rompiendo las puertas del infierno, haciendo de la Cruz su estandarte. Una imagen médica, la de la naturaleza enferma curada por el antídoto de la salud; una imagen que podríamos llamar “diplomática”, la de la astucia divina que frustra la astucia del demonio, etc.»
El Redentor es también el Salvador; si hemos sido rescatados, también hemos sido salvados: se olvida a menudo que el verbo “sodso” (salvar), frecuentemente utilizado en el Nuevo Testamento, significa no solamente «librar o salvar de un peligro», sino también «curar» y que la palabra “sotería” (salud) señala no sólo la liberación, sino también la curación.
El nombre mismo de Jesús significa “Yahweh salva” (Mt 1,21; Hch 4,12), dicho de otro modo: «cura», y Cristo se presenta a Sí mismo, muy directamente, como un médico, por otra parte como tal lo anuncian a menudo los profetas (cf. Is 53,5; Sal 102,3) y los evangelistas lo caracterizan así (cf. Mt 8,16-17) y la parábola evangélica del buen samaritano puede muy bien ser considerada como una representación del Cristo médico. Finalmente, buen número de sus contemporáneos, en su vida terrestre, fueron atraídos hacia Él, como hacia un médico.
Los Padres, casi unánimemente y a partir del primer siglo, le aplicaron en forma corriente el nombre de Médico, agregando a menudo los calificativos de “grande”, “celestial”, “supremo”, precisando, además, según el contexto “de los cuerpos”, “de las almas”, más frecuentemente “de las almas y los cuerpos”, subrayando que Él vino a sanar al hombre todo entero. Este nombre figura en el centro mismo de la liturgia de San Juan Crisóstomo y en la mayoría de las formas sacramentales. Se la halla constantemente en casi todos los servicios litúrgicos de la Iglesia Ortodoxa y en buen número de las fórmulas de oración.
Si Cristo aparece como un médico y la salvación que Él trae como una curación, es porque la humanidad está enferma. Viendo en el estado adámico primordial el de la salud de la humanidad, los Padres y toda la Tradición ven en el estado de pecado que caracteriza la humanidad caída luego del pecado original un estado de enfermedad multiforme que afecta al hombre en todo su ser. Esta concepción de la humanidad enferma de pecado encuentra su base escrituraria (Mi 7,2; Is, 1,6; Jn 8,22; 28,9; Sal 13,7; 143,5) que han explotado los Padres quienes, siguiendo a los Profetas, evocan
1) la impotencia de los hombres en la Antigua Alianza para encontrar un remedio a sus males, tan graves son,
2) su invocación a Dios a lo largo de las generaciones,
3) la respuesta favorable de Dios que constituyó la Encarnación del Verbo quien — solamente Él por ser Dios— podía cumplir la sanación que ellos esperaban.
Así, en diferentes momentos, la obra salvífica del Dios–hombre aparece como el proceso de la curación, en Su persona, de la humanidad entera que Él asumió, y de la restitución de ésta al estado de salud espiritual que primitivamente conoció, además, la naturaleza humana así restaurada, fue llevada por Cristo a la perfección de la deificación.
Esta salvación-curación de toda la humanidad y su deificación cumplidas en la persona del Verbo de Dios encarnado, son otorgadas por el Espíritu Santo a cada bautizado que, en la Iglesia, se une a Cristo. Pero no son, entonces, más que potenciales: el bautizado debe asimilar este don en todo su ser. Es el papel de la vida espiritual, de la ascesis.
La ascesis, en la Iglesia Ortodoxa, no reviste el sentido estrecho que frecuentemente le dio la Iglesia occidental, sino que designa todo lo que el cristiano debe cumplir para beneficiarse efectivamente de la salud traída por Cristo. Ante los ojos de la gran Tradición de la Iglesia Ortodoxa, la obra salfívica aparece como una sinergía de la gracia divina traída por el Espíritu Santo y del esfuerzo que cada bautizado debe aportar personalmente para abrirse a esa gracia y apropiársela, esfuerzo que se cumple a lo largo de toda la vida, en cada momento y en todos los actos de la existencia. La palabra griega áskesis significa, entonces, «ejercicio», «entrenamiento», «práctica», «género de vida». Más todavía que esto, las palabras que les corresponden en el ruso: podvig, podvijnitchestvo, derivadas del eslavo podvizatsia, que significa «moverse hacia delante»,
«ir hacia adelante», traducen una concepción eminentemente dinámica de la vida espiritual y revelan que ésta se concibe como un proceso de crecimiento, el de la actualización progresiva de la gracia recibida en los sacramentos, y en particular del bautismo, o también el de la asimilación progresiva de la gracia del Espíritu que incorpora efectivamente al bautizado a Cristo muerto y resucitado, permitiéndole apropiarse personalmente de la naturaleza humana restaurada y deificada en la persona del Dios–hombre.
Es por la ascesis teantrópica que el cristiano, por la gracia del Espíritu, muere, resucita y es glorificado con Cristo, deja de ser un hombre caído y se convierte en un «hombre nuevo»; despojado del «hombre viejo» se reviste de Cristo, actualiza el cambio que el bautismo ha realizado potencialmente en él de la naturaleza caída por la naturaleza restaurada y deificada en Cristo.
La salvación operada por Cristo, al ser concebida por la Tradición, como una curación de la naturaleza humana enferma y como la restauración de su salud primordial, es lógico que la ascesis, por la cual el hombre se apropia de esta gracia, sea considerada también por ella (por la Tradición) como un proceso de curación del hombre y de su vuelta a la salud.
Nos ha impresionado en la lectura de los Padres constatar que ellos, sin excepción y muy frecuentemente, recurren a estas categorías médicas para describir las diversas modalidades de la ascesis, a tal punto que ésta nos parece estar presentada sistemáticamente como una terapéutica perfectamente elaborada, definiéndose la ascesis, igual que la medicina, como un arte en el antiguo sentido de «técnica» (es éste otro sentido que puede atribuirse a la palabra griegaáskesis) y hasta, según la expresión tradicional, como «el arte de las artes y la ciencia de las ciencias». Las enseñanzas patrísticas presentan de igual modo la ascesis utilizando las categorías de lucha, combate, (áthlesis y agón tienen este significado además de esfuerzo, entrenamiento, apareciendo a menudo como equivalentes de áskesis), pero también podemos subrayar, sin pretender llevar esas categorías a las precedentes, que son complementarias, ya que la medicina tiene por fin atacar las causas de las enfermedades, luchar contra éstas y vencerlas poniendo en práctica una estrategia y utilizando un arsenal terapéutico etc.
La expresión de las modalidades curativas del hombre, como terapéutica y curación es considerada frecuentemente por los comentaristas contemporáneos como una simple imagen. Esto es verdadero en algunos casos, pero en muchos otros es justamente un símbolo al que debemos referirnos, fundado sobre la analogía natural que existe entre las enfermedades corporales o psíquicas, y las enfermedades espirituales. Nos proponemos mostrar que las categorías médicas utilizadas se aplican directamente a su objeto y se revelan perfectamente adecuadas a su naturaleza misma: la naturaleza humana caída está en verdad enferma espiritualmente y es una verdadera curación la que se realiza en ella, en Cristo por el Espíritu, por medio de la vía sacramental y de la ascesis.
Ciertamente hay algunas dificultades en admitir que el hombre caído está espontáneamente inconsciente de su estado espiritual; ya que sus enfermedades espirituales no aparecen tan claramente como las corporales o las mentales. Y en este nivel el símbolo juega un papel indispensable.