El Cardenal Burke publicó un artículo en la Brújula Cotidiana el pasado 16 de febrero de 2022, en el que señalaba lo siguiente:
«Una manifestación alarmante de la actual cultura de la mentira y la confusión en la Iglesia es la confusión sobre la propia naturaleza de la Iglesia y su relación con el mundo. Hoy escuchamos cada vez más a menudo que todos los hombres son hijos de Dios y que los católicos tienen que relacionarse con las personas de otras religiones y de ninguna religión como si fueran hijos de Dios. Ésta es una mentira fundamental y fuente de una de las confusiones más graves.
Todos los hombres han sido creados a imagen y semejanza de Dios, pero desde la caída de nuestros primeros padres, con la consiguiente herencia del pecado original, los hombres solo pueden llegar a ser hijos de Dios en Jesucristo, Dios Hijo, a quien Dios Padre envió al mundo para que los hombres volvieran a ser sus hijos por medio de la fe y el Bautismo. Solo a través del sacramento del Bautismo nos convertimos en hijos de Dios, en hijos adoptivos de Dios en su Hijo unigénito. En nuestras relaciones con las personas de otras religiones o sin religión ninguna debemos mostrarles el respeto que merecen quienes han sido creados a imagen y semejanza de Dios, pero, al mismo tiempo, debemos dar testimonio de la verdad del pecado original y de la justificación por el Bautismo. De lo contrario, la misión de Cristo, su encarnación redentora y la continuación de su misión en la Iglesia carecen de sentido.
No es cierto que Dios quiera una pluralidad de religiones. Envió a su único Hijo al mundo para salvar al mundo. Jesucristo, Dios Hijo Encarnado, es el único Salvador del mundo. En nuestras relaciones con los demás, debemos dar siempre testimonio de la verdad sobre Cristo y la Iglesia, para que los que siguen una religión falsa o no tienen religión alguna reciban el don de la fe y busquen el Sacramento del Bautismo».
No hay verdadera fraternidad fuera de la caridad cristiana, que por amor a Dios y a su Hijo Jesucristo, nuestro Salvador, abraza a todos los hombres, para ayudar y llevar a todos a la misma fe y a la misma felicidad del cielo.
El único Redentor es Cristo: «Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos» (He 4, 12).
Según san Pablo, hermanos somos los miembros de la Iglesia, todos aquellos que formamos parte del Cuerpo Místico de Cristo. Los de fuera no son nuestros hermanos: a ellos los juzgará Dios. Y a los de dentro, a los que llamándose hermanos son impuros, borrachos, idólatras, ultrajadores o ladrones, san Pablo nos exhorta vehementemente a que los arrojemos lejos de nosotros.
Todos los hombres, incluidos los animales y las plantas, somos criaturas de Dios. Sin embargo, no todos somos hijos de Dios. La filiación divina es por adopción, no por nacimiento. Y esa adopción está reservada solo a los hombres. Se lleva a cabo a través del Bautismo, por lo cual solo los bautizados son “hijos adoptivos de Dios”.
Los hijos de Dios somos los bautizados. Los que hemos sido revestidos de Cristo y hemos nacido de nuevo por el agua y del Espíritu. Esos son mis hermanos, los que quieren cumplir la voluntad de Dios, los siervos del Señor: «¡He aquí mi madre y mis hermanos! Porque cualquiera que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mt 12, 49-50).
Esto no excluye la eficacia de lo que el Catecismo llama el Bautismo de deseo, propio de toda persona que actúa en conformidad con el dictamen de su conciencia y entonces con la disposición de recibir el Bautismo si realmente conociera su valor y su eficacia… He aquí un ejemplo conocido por todos: Abrahán nunca fue bautizado, pero lo consideramos justamente, como lo expresa la liturgia, “nuestro Padre en la fe”.
Los judíos utilizaban la palabra “Padre” como el que les dio la vida, y por tanto no son por derecho coherederos del reino, ni mucho menos hermanos de Cristo, pues rechazan a Cristo como el Mesías, el Hijo de Dios, el Salvador.