Actitudes interiores para el diálogo con Dios

Actitudes interiores para el diálogo con Dios

Podríamos destacar algunas actitudes interiores que hacen posible un auténtico diálogo con Dios:
 
La conversión del corazón 
 
«El  que  no  nazca  de  agua  y  de  Espíritu no puede entrar en el Reino  de Dios» (cf Jn 3,5 ). El diálogo con Dios exige la conversión del corazón. Poner la mente y el corazón en Dios como el Todo que llena nuestra vida. Para ello es necesario nacer de nuevo, nacer a la vida del Espíritu, donde la oración se hace imprescindible para ir escalando la montaña de Dios, las cumbres del  amor, que nos hace participar de la santidad divina.
No muchas miradas, una sola, clavada en Dios y en los hermanos.  La mirada del corazón mira a Dios y sale de uno mismo para centrarse en los otros.
 
La humildad del vaciamiento 
 
«El jefe del ejército de Yahvé respondió a Josué: “Quítate las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es sagrado”» (Jos 5,15). Es el despojamiento de nuestros propios intereses, estar libres de nosotros mismos, libres de nuestras cosas, quitarnos las sandalias, descalzarnos, porque la tierra de la oración es tierra sagrada.  Ante Dios todo se hace sagrado.  Y nosotros reconocemos que somos vasijas de barro, pobres y débiles, que se dejan llenar del agua de la vida divina.  Tan  pobres   como   la  nada  ante  el  Todo, yo soy nada y Dios es Todo, encuentro de mi miseria con su misericordia. Esto es la humildad ante el misterio inabarcable de Dios, por eso Jesús nos dice: «Aprended  de  mí  que  soy  manso  y  humilde  de  corazón» (Mt 11,29).  
 
La espera contemplativa 
 
Se  realiza   sobre  todo  desde el silencio, un silencio atento y vigilante, abierto a la escucha, como dirá Samuel al Señor: «¡Habla, que tu siervo escucha!» (1 Sam 3,10). Es la actitud del contemplativo: esperar, y escuchar en el momento que Dios hable.  La espera contemplativa es paciente, no se inquieta ante el silencio de Dios
Desde el silencio orante se escucha la voz del Padre, cuando el corazón es transfigurado, renovado y mistificado en la oración: «Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle» (Lc 9,35).  Todo el ser está atento en espera de acoger la voz del Señor, que habla a lo más íntimo de nuestro ser. Espera de amor que recibe Amor. 
 
Acoger a Dios sin condiciones
 
Dios es la verdad suprema, la verdad permanente. Dios es el amor puro y auténtico, el amor que se da sin condiciones.  Por eso la manera de acoger a Dios en la oración  es la apertura total, sin condiciones, sin poner barreras u obstáculos, recibiendo ese amor puro y auténtico que nos santifica.
 
Acogemos el misterio de Dios en la oración acogiendo el misterio de Dios en el hermano.  Cada ser humano es un misterio.  El ser humano nos sorprende, existen encerradas muchas potencialidades que están por descubrir.  Y esto es porque el misterio de Dios se encuentra muchas veces atrapado en el interior humano.  Él siempre:  «... Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber...  y el Rey les dirá:  “En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”» (Mt 25,37-40).  En la oración somos conscientes de que Cristo está presente en el hermano. La acogida del amor puro y auténtico en la oración nos lleva a acoger al hermano sin condiciones.  
 
Participar en la «escucha de Dios» 
 
La oración es una escuela donde Dios nos va enseñando, nos muestra el camino de lo espiritual y divino. Quien clava la mirada de la mente y del corazón en Dios en una actitud contemplativa, va recibiendo por la acción del Espíritu Santo una sabiduría divina o conocimiento interno de Dios. A veces permanece silencioso, como callado, pero no por eso deja de actuar.  Estemos atentos a las intuiciones divinas, a las nuevas ideas de una mente renovada, a la enseñanza interior, la vida es mostrada ante nuestros ojos y Dios nos va iluminando.  
 
La fidelidad a la voluntad de Dios 
 
Dios dijo por boca del profeta Isaías a la ciudad de Jerusalén: «Ya no será el sol tu luz de día, ni te alumbrará la claridad de la luna, será el Señor tu luz perpetua y tu Dios tu esplendor» (Is 60,19). La voluntad de Dios será la luz eterna de los hombres y el alimento en el camino. Jesús dirá a sus discípulos: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34). La fidelidad a la voluntad de Dios va acompañada de la docilidad a la voz interior de Dios en nosotros. Es como un dejarse modelar hasta alcanzar la imagen y semejanza de Dios, llegar a ser el hombre espiritual al que somos llamados.

 

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